Carlo Orellano Quijano
Integrante de Revista Heterodoxia
“Nunca nadie se había muerto en mi familia”. Esta fue la frase que me dijo hoy una de mis estudiantes mientras buscaba excusarse por no haber podido participar activamente en la clase, tal como sí hiciese en otras ocasiones. La frase me golpeó doblemente: primero, como docente; segundo, por mi historia personal. Conforme le decía que la primera muerte siempre marca un hito, iba recordando cómo había vivido yo el deceso de mi abuelo, la primera persona de mi familia cercana en fallecer.
Habiendo sido criado casi exclusivamente entre mujeres, la expresión de mis sentimientos pocas veces había sido censurada. Sin embargo, cuando mi abuelo murió, lo que más me faltaban eran las palabras. En aquel momento, solo podía oír un gran vacío, como si una concha de caracol hubiese sido puesta sobre mis orejas. Max Scheler, un filósofo menos conocido de lo que se merece, planteaba que, emocionalmente, podíamos quedar “embotados” o “anonadados” cuando el estímulo resulta muy fuerte, tal como nos quedamos sordos por unos momentos luego de que una bomba detona cerca de nosotrxs. Una vez más, la vida práctica coronaba lo que, hasta ese entonces, había conocido solo a partir de libros.
No conozco al primo de esta estudiante ni las circunstancias en las que falleció; evidentemente, hay un gran abismo con respecto a cuánto conocía acerca de mi abuelo. No obstante, puedo aventurarme a plantear el hecho de que, probablemente, tuvieron cosas en común: ambos eran, después de todo, hombres. Salvando la brecha generacional, podríamos preguntarnos qué características pudieron haber compartido. ¿Qué rasgos yo, en tanto hombre, podría también estar compartiendo con ellos? El hecho de ser homosexual no me salva de tener, acaso sin que me dé cuenta, actitudes propias de una masculinidad “hegemónica”. El hecho de tener una expresión de género un tanto delicada (o “amanerada”) tampoco evita que goce o haya gozado de determinados “privilegios” en la sociedad.
Coloco las comillas porque soy consciente de que esos son términos de los que mucho se habla, sin que nos detengamos a pensar en que pudiesen resultar nuevos para alguien (y este es, precisamente, el tipo de ceguera a la que un privilegio como el acceso a estudios superiores podría conducirnos). Una manera “hegemónica” de ser varón viene a ser la forma “por excelencia” en que, dentro de unos determinados sociedad y tiempo, puede serse hombre. Pensemos, por ejemplo, tan solo en la imagen del varón que provee económicamente y que es capaz de mantener, con su trabajo, a toda una familia. A su vez, un “privilegio” es aquella suerte de ventaja en la que nos encontramos por la mera posición en la que la sociedad nos coloca. En el varón del ejemplo, podemos pensar en la ventaja que aquel podría tener ante una mujer respecto al nivel de involucramiento con el cuidado de lxs hijxs y de las labores domésticas, actividades que podría dejar en un segundo plano para enfocarse en ascender en su carrera profesional.
No todo lo que es hegemónico, empero, es necesariamente malo. Para retornar al caso de mi abuelo, vale decir que él trabajó y dio educación a todos sus hijos, pudo proveerles de un techo propio y fue, hasta donde todxs recordamos, un padre amoroso. Los privilegios, por otra parte, no son necesariamente motivo de vergüenza, ya que no podemos ser juzgadxs por el lugar en el cual se nos coloca a diario, en nuestras diversas interacciones. Siempre podemos, en esas circunstancias, “renunciar” a los privilegios que consideremos injustos cuestionando los mandatos hegemónicos sociales o empleando nuestro lugar de enunciación para hacer visibles problemas que, de lo contrario, pasarían desapercibidos. Lo hegemónico y los privilegios, como dejo entrever, van de la mano: accedemos a los segundos dando nuestra venia a lo primero. Precisamente, es en esto último donde radica el problema.
La masculinidad hegemónica puede terminar por volverse opresiva e, incluso, violenta cuando no permite a los sujetos expresarse y atravesar determinados procesos con la libertad que necesitan. No es nada infrecuente el reclamo de que los hombres “no deben” llorar o que “no deben” mostrar afecto entre ellos. Sin embargo, esto, aunque podría resultar banal, puede repercutir en nuestra vida psíquica de múltiples maneras. Podría conducir a que creciésemos con la idea de un padre distante, no tanto porque en efecto dicho padre fuese así, sino porque nunca se le enseñó a gestionar sus emociones y comunicar sus sentimientos. Igualmente, podría conllevar a frustración por no poder decirle a otro varón un “te quiero” y darle un abrazo fraterno cuando, en algún momento, nuestra vulnerabilidad lo anhelase. Puede, y este es el punto de mis ejemplos iniciales, acarrear que no afrontemos un duelo de formas que resultasen “sanas”, es decir, de maneras que no nos desagarren por dentro y que tampoco desgarren nuestras relaciones con lxs demás.
Es difícil negar la presencia de elementos tanto sociales como biológicos en todo este entramado. La neuropsiquiatra Louann Brizandine, por ejemplo, no niega que el debate entre naturaleza y socialización está “mal planteado”, puesto que “el desarrollo de los niños está inextricablemente compuesto de ambas” (2023, p. 65). Peligrosamente, no obstante, hace luego un énfasis en las diferencias neurológicas que podría llevarnos a naturalizar ciertas conductas, por cuanto afirma que “no existe un cerebro unisex. La niña nació con un cerebro femenino, que llegó completo con sus propios impulsos. Las chicas nacen dotadas de circuitos de chicas y los chicos nacen dotados de circuitos de chicos” (Brizandine, 2023, p. 44. Énfasis añadido.).
Podemos legítimamente preguntarnos hasta qué punto un cerebro llega ya “completo”; en ese sentido, podemos cuestionar cuánto de cultural hay en esa presunta evidencia científica. Ya Juan Carlos Callirgos nos narró, hace casi tres décadas, cómo la percepción “objetiva” de los bebés cambiaba según el color con el que se los vistiese: sin avisar previamente a las personas del estudio, se vistió de celeste a las bebés mujeres y de rosa a los bebés varones, con el resultado de que las primeras fueron descritas como “más grandes” y “más fuertes” que los segundos, quienes fueron descritos como “más delicados”, todo ello pese a que los bebés del experimento “pesaban y medían igual” (Callirgos, 1996, p. 20).
Quizás, por estas razones, si hubiese sido un alumno y no una alumna, nunca me hubiese enterado de su tragedia familiar. Quizás se habría tragado sus lágrimas y no hubiese buscado compartirme su dolor. ¿Significaría esto que habría manejado mejor la situación? No necesariamente. Quizás mostrarnos vulnerables es lo que necesitamos para contrarrestar el mandato individualista de la sociedad en la que vivimos. Quizás reconocernos como interdependientes y en necesidad de cuidarnos no solo a nosotrxs mismxs (como todo el coaching de moda afirma), sino también a quienes nos rodean, sea una de esas dosis de afecto que resultan indispensables hoy.
En este sentido, si nos vemos en un escenario en el que ser hombre hegemónicamente es sinónimo de ocultar la sensibilidad y mostrar siempre fuerza, es posible que muchos no sintamos que calzamos con dicho parámetro o, más aun, que reneguemos de él. Si tomamos en cuenta las atroces formas en las que la violencia de género se manifiesta, como lo fue el reciente asesinato de Sheyla Cóndor Torres, podríamos tal vez inclinarnos, cuando menos, a pensar que hay poco o nada que celebrar este día. Esperemos que no tenga que ser una prima, una hermana, una madre o una hija la que muera por manos masculinas para detenernos a pensar y repensar esto que entendemos que es ser un hombre.
BIBLIOGRAFÍA
Brizandine, L. (2023). El cerebro femenino. Barcelona: Salamandra.
Callirgos, J. (1996). Sobre héroes y batallas. Los caminos de la identidad masculina. Lima: DEMUS.
Imagen: MIT SMR México