Por Ronald Reyes Loayza*
Cuenta Heine cierta leyenda acerca de un mecánico inglés, el cual, habiendo inventado ya maravillosos mecanismos, acabó finalmente por crear un autómata extraordinariamente similar a un hombre. Podía imitar los gestos propios del cuerpo y rostro humanos, y también los sonidos del lenguaje; tan similar era en hechura al ser humano que incluso, gracias a la constitución de su mecanismo interno, poseía cierto tipo de emociones. No se sabe realmente cómo, pero este singular hombre-máquina de pronto tomó consciencia de su propio ser, y entonces advirtió una imperfección intolerable. No poseía un alma. Desde entonces este hombre artificial rogó al mecánico que le concediera una; pero como dicho artífice no conocía este arte divino, emprendió una marcha perpetua atormentado por su obra. Esta triste historia, no obstante, aguarda todavía una contraparte aún más perturbadora que Heine describe así:
Es terrible cuando los cuerpos que hemos creado nos piden un alma. Sin embargo, resulta mucho más horrendo, espantoso y lúgubre crear un alma que nos pida un cuerpo y nos persiga con ese deseo. El pensamiento pensado es un alma tal y no nos deja en paz mientras no la demos cuerpo, hasta que no la materialicemos. El pensamiento quiere convertirse en acción, la palabra en carne.[1]
Traigo esta singular imagen a mientes porque considero que captura bien el corazón de la propuesta kantiana de una razón práctica. Por razón práctica debe entenderse aquí la posibilidad de que la razón produzca reglas de la voluntad o se determine efectivamente de acuerdo con ellas.[2] Este concepto es la clave de la metafísica de la libertad, siendo este el objetivo principal de todo el proyecto crítico de Kant. Es cierto que Kant no fue el primer filósofo moderno en comprender que la experiencia humana, en su multiplicidad y complejidad, necesita cierto tipo de presupuestos subjetivos sin los cuales la manera en que concebimos el mundo se desfiguraría; pero fue el primero que concibió tales presupuestos a la luz de un análisis y una dinámica particular: una pura actividad de la razón. En el aspecto práctico, esto significa que nuestra experiencia moral depende de una clase especial de representaciones que son indemostrables, pero necesarias para la acción. Elementos como la «libertad», el «deber» o la «esperanza» desempeñan una función de orientación en nuestras vidas, aunque pertenezcan por completo a la esfera del pensamiento. Así, las ideas prácticas son el alma del cuerpo de nuestra vida moral.
La crítica usual, en especial en relación con la concepción moral kantiana, es que se trata de una mirada ingenua, formalista y rigorista sobre nuestra vida ética; en suma, que se trata de una concepción meramente idealista, la cual pone bajo un velo las condiciones reales (psicológicas, históricas, políticas, etc.) que más bien forman nuestra vida y nuestras relaciones más valiosas. Esta crítica es importante porque ofrece una imagen inversa de la moralidad kantiana; una imagen que presenta a la experiencia moral como una fantasía interior e impotente. Quisiera ofrecer en las líneas que siguen una interpretación diferente del proyecto práctico kantiano que nos permita sortear esta engañosa imagen.
Consideraré, en primer lugar, las tres objeciones clásicas a la moralidad kantiana que han sido recurrentes en los críticos de Kant desde Hegel: el formalismo vacío, la del dualismo ser y deber-ser, y la del terrorismo de la razón.[3] Estas tres objeciones nos permitirán reconstruir la imagen usual y engañosa de la concepción kantiana de la moralidad. En segundo lugar, ofreceré una interpretación alternativa para hacer frente a esta imagen de utopismo ingenuo; esta interpretación me permitirá contestar las críticas y perfilar algunas conclusiones.
Tres viejas objeciones
La primera crítica es la del formalismo de la ley moral. La doctrina kantiana de una voluntad pura implicaría, desde esta perspectiva, que debemos actuar de tal manera que nuestra voluntad se desembarace de cualquier inclinación (deseos, emociones, costumbres, etc.). Solo cuando la voluntad se halla libre de tales acicates brilla el valor moral del deber, ya que la acción ha sido motivada únicamente por una representación a priori: la ley moral. Esta posibilidad se condice además con el verdadero sentido de la libertad. Cuando nos determinamos por una condición relativa a una apetencia personal, a un sentimiento, a un hábito, etc. permanecemos sujetos, en última instancia, a las leyes de la causalidad natural; en este sentido, somos heterónomos porque las leyes nos vienen dadas desde una fuente ajena a nosotros. Por otro lado, cuando nuestra razón determina por sí sola nuestras acciones, entonces somos aquí completamente autónomos. La libertad es así una capacidad distintiva de las criaturas racionales que nos permite darnos a nosotros mismos las leyes del obrar.
Esta capacidad de autolegislación requiere de cierto procedimiento racional llamado por Kant imperativo categórico. Su primera formulación señala: “obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal.”[4] Este procedimiento nos pide entonces que elevemos la máxima subjetiva (la regla privada de nuestra conducta) al rango de una ley universal; sólo si tal cosa no incurre en una contradicción, nuestro acto se condice con la moralidad. Ahora bien, la crítica al formalismo nos dice que precisamente este procedimiento no puede ofrecer ninguna determinación moral ya que no tenemos ningún criterio sustantivo para considerar algo como bueno de suyo.
El famoso ejemplo de la promesa falsa puede proporcionar una ilustración del problema. Kant nos dice que un sujeto apremiado por la necesidad económica quizá pueda estar dispuesto a conducirse por una regla según la cual le sea legítimo hacer promesas falsas con la expectativa de obtener dinero fácil. Si este sujeto empleara el imperativo categórico entendería que su regla, convertida ahora en ley universal, haría que cualquier tipo de depósito fuera imposible, ya que todos los individuos entenderían una promesa semejante como absurda. Sin embargo, apunta la crítica, aquí todavía es necesario un criterio material para decidir si los depósitos son necesarios en absoluto. En efecto, puedo representarme perfectamente un mundo en el que los depósitos no existieran; para comprender por qué eso sería malo necesito otro tipo de criterios (¿es conveniente, útil, bueno, etc. el que los depósitos existan?), y tal es el defecto que un procedimiento meramente formal implica. Siempre sería posible universalizar cualquier tipo de regla, sin que con ello nos pronunciemos sobre si tal cosa es buena en sí misma.[5]
La segunda crítica es la del dualismo excluyente entre el ser y el deber-ser. La moralidad kantiana nos conduciría a un cisma insalvable entre hecho y valor, entre fenómeno y nóumeno, entre la naturaleza y la libertad. Si el deber hace abstracción de cualquier materia de la acción, entonces esta voluntad pura solo puede funcionar como una mera forma inoperante tanto en lo que respecta a los móviles empíricos, como en relación con sus consecuencias. Esto convierte a la moralidad kantiana en una concepción moral autorefutatoria, ya que cualquier intento por articular el deber-ser en el mundo real se frustra al desnaturalizarse inmediatamente el contenido de la ley moral. Como señala el propio Kant: el valor moral “no depende de la realidad del objeto de la acción, sino simplemente del principio del querer…”.[6]
Esta crítica quiere advertirnos a propósito del carácter inconmensurable en el que Kant sitúa a la razón respecto de la realidad. Por un lado, el hombre posee una naturaleza sensible y pertenece por lo tanto al fenómeno; por otro lado, el hombre posee una razón que le permite elevarse por encima de todo condicionamiento, y en este sentido pertenece al noúmeno. Esta doble naturaleza impide derivar de las condiciones naturales determinaciones normativas (lo que equivaldría a una falacia naturalista), pero también mantendría en dos dimensiones inconmensurables al deber y a la realidad. En búsqueda de la rearticulación de estas dos dimensiones, el romanticismo y el idealismo postkantiano intentarán desarrollar otra conceptografía que permita restaurar la brecha entre razón y naturaleza.
Finalmente, la tercera crítica es la del terrorismo de la razón. Como resultado de la distinción crítica entre entendimiento y razón —que Kant opera en la Crítica de la razón pura—, ya no nos es posible disponer de conocimientos sobre el dominio de lo práctico: la libertad no puede demostrarse, solo pensarse. Esto significa que es imposible determinar cuándo nos encontramos frente a un auténtico acto moral desde la perspectiva de un observador externo; esto sólo le está reservado al sujeto que tiene el mandato moral frente a su conciencia subjetiva. De esta manera, queda abierta la vía para que la actitud del sujeto moral se desplace hacia la completa negación y oposición frente a lo real.
Esta es la actitud que Hegel tematiza magistralmente en la Fenomenología del espíritu con la figura de la conciencia que llama la ley del corazón. El sujeto moral tiene dentro de sí mismo lo que considera su esencia, la ley de su corazón, y opuesto a ella tiene un orden que se le presenta como ajeno. Para obtener la satisfacción de la unidad de sí y su medio, el sujeto se vuelca en la conformidad de este orden a la ley de su corazón; pero, de este modo, se aliena cada vez más de aquel orden que ahora es obra suya, ya que éste permanece siempre fiel a su esencia inmediata: la ley de su corazón. El punto más álgido de este proceso se alcanza cuando la conciencia se entrega a una infatuación demencial que no es sino la negación furiosa del orden exterior (y de los otros individuos) produciéndose una situación de mutua hostilidad en el que cada cual realiza su propia justicia.[7] No es muy difícil atisbar que la referencia histórica que Hegel tiene presente aquí es la del régimen de terror jacobino posterior a la Revolución francesa.
Estas tres críticas nos ofrecen una imagen vivaz sobre el problema que se abre con una moralidad solipsista en tanto que la propuesta kantiana: a) nos pide que prescindamos de nuestras valoraciones inmediatas para no producir ninguna determinación moral; b) nos compromete con un dualismo metafísico que vuelve inconmensurables nuestra razón y nuestra práctica ética; y finalmente, c) nos empuja hacia la alienación de nuestro entorno, y al potencial rechazo radical de nuestras formas de vida e instituciones. En la próxima entrega contestaré cada una de las siguientes objeciones con el propósito de articular una concepción diferente sobre el punto de vista de la moralidad.
*Licenciado en Derecho por la Universidad de San Martín de Porres y actualmente estudiante de la Maestría en Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Miembro del Grupo de Investigación en Filosofía Social (GIFS-PUCP).
[1] Heine, Heinrich. 2016 [1834]. «Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania». En Ensayos, traducido por Sabine Ribka. Madrid: Akal. p. 94.
[2] Kant, Immanuel. 2005 [1788]. Crítica de la razón práctica. Traducido por Dulce María Granja Castro. Ciudad de México: FCE. p. 16.
[3] Para una reconstrucción de estas críticas véase: Giusti, Miguel. 1992. «Moralidad o eticidad. Una vieja disputa filosófica». Estudios de Filosofía, n.° 5 (febrero), 49-64; y, Habermas, Jürgen. 2000. “¿Afectan las objeciones de Hegel contra Kant también a la ética del discurso?” en Aclaraciones a la ética del discurso. Madrid: Trotta. pp. 13-33.
[4] Kant, Immanuel. 2012 [1785]. Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Traducido por Roberto R. Aramayo. Segunda edición. Madrid: Alianza. p. 126.
[5] Hegel, G.W.F. 1979 [1803]. Sobre las maneras de tratar científicamente el Derecho natural. Su lugar en la filosofía práctica y su relación constitutiva con la ciencia positiva del Derecho. Madrid: Aguilar. pp. 34-37.
[6] Kant, op. cit., 91.
[7] Hegel, G.W.F. 1966. Fenomenología del espíritu. Traducido por Wenceslao Roces. Ciudad de México: FCE. pp. 217 ss.