Carlo Orellano Quijano
“Hablar no se reduce al acto de emitir palabras, sino al hecho de poder existir.”
– Djamila Ribeiro
Si algo he aprendido de mis años universitarios, y de mi activismo por los (trans)feminismos, es la importancia que tiene el lugar de enunciación. Los objetos no están simplemente allí para ser descubiertos: también está nuestra subjetividad para moldearlos. En este sentido, no aspiro a brindar a continuación una crítica de arte que interprete “correctamente” una película (¿qué implicaría, para empezar, ser capaz de ver “correctamente” una obra de arte?). Tampoco pretendo brindar alguna suerte de exposición académica exhaustiva. En cambio, lo que espero es poner sobre la mesa ciertas aristas que la película despertó en mí y que, quizás, podrían dialogar o complementar las de mis lectorxs.
The substance, dirigida por Coralie Fargeat y estrenada en 2024, nos pone desde un inicio frente al problema del envejecimiento. Puede parecer redundante remarcar el hecho de que la discriminación ante la vejez o el “edadismo” (ageism) no se basa meramente en fenómenos fisiológicos, sino también en construcciones sociales. Ello salta a la vista, creo, para quien tenga algunos dedos de frente. Me veo, no obstante, instado por el cortometraje a ahondar en el asunto y preguntar: ¿es el edadismo el único caso en el que algo en apariencia “objetivo”, como son los cambios corporales, se tiñe (o quizás se fabrica) con componentes culturales? ¿No nos ponen otras situaciones discapacitantes o enfermedades frente a un escenario similar? En los párrafos que siguen, buscando evitar spoilers y largas digresiones, trataré de responder a ambas preguntas.
Para muchas personas que nos dedicamos a los estudios de género, resulta conocido lo que ocurrió con la denominada “crisis del sida”. Como muchxs académicxs y activistas denunciasen, el manejo sanitario de la situación distaba de ser un asunto política o éticamente neutral. Más bien, reflejaba la famosa idea que Foucault difundiese precisamente en aquellos años: antes de la modernidad, los gobiernos se encargaban de hacer morir y dejar vivir; ahora, por el contrario, se encargan de hacer vivir y dejar morir (Sáez, 2007, pp. 74-75). Hacen vivir porque ya no solo dan la pauta de qué no hacer, sino que también se funden con nuestro cotidiano para indicar qué sí hacer, qué es lo correcto y, lo más grave, qué es lo “normal”. Dejan morir porque es precisamente todo lo que escapa a dichos parámetros de normalidad, lo patológico, lo que se buscará ocultar y silenciar.
Este escenario se revela particularmente perverso si consideramos que a las personas consideradas anormales o “abyectas”, para usar un término próximo a la teoría queer, se les culpará por su propia situación. Esta técnica de revictimización no nos es tan ajena: la hemos escuchado cuando alguien dice que el pobre es pobre simplemente porque quiere y se escucha en lo referente al VIH cuando se cuestiona la atención que el Estado debería dar a las personas infectadas bajo la premisa de que ellas mismas se lo buscaron y que, por lo tanto, solo les queda aguantar. Tal es así, nos dice Paul Preciado, que, de no ser porque comenzaron a aumentar los casos de VIH en personas heterosexuales, las personas seropositivas habrían continuado siendo dejadas a su suerte: “Lo que estará en centro del debate durante y después de esta crisis es cuáles serán las vidas que estaremos dispuestos a salvar y cuáles serán sacrificadas” (Preciado, 2023, p. 158).
Este filósofo, empero, nos invita a cavar más hondo y hace una pregunta que incomoda a muchxs, tanto de un bando político como del otro: ¿Cómo se aplica este análisis a la pandemia que viviésemos recientemente? ¿Cuál es ese aspecto “performativo” o construido socialmente que se dio a costa de justificaciones con supuesto rigor científico? Sabemos quiénes eran eran lxs que no podían quedarse en casa durante la cuarentena, quienes debían salir a la calle a trabajar pese a las restricciones porque, de lo contrario, no tendrían para comer. Sabíamos de quienes, aunque tuviesen un techo, no poseían las ventajas tecnológicas o educativas para realizar teletrabajo o continuar sus estudios; sabemos también, por supuesto, que muchas personas no tenían siquiera el techo asegurado ni podían darse el “lujo” de comprar dos mascarillas cada día. Determinar que debíamos quedarnos en casa y que salir de ella era cosa de irresponsables dista, pues, de ser algo simplemente basado en la ciencia y en los dictámenes de la razón: hay también un armatoste político que condena al abandono, o a la muerte, a todo un sector de la población.
¿Cómo aterrizamos esto en The substance? La tarea no es sencilla; sin embargo, podemos pensar un vínculo a partir de la centralidad que el cuerpo cobra en la película. Cuando despiden a Elisabeth por ser “anciana”, no solo le están quitando un empleo. Por el contrario, están también espetándole que su cuerpo ya no es digno de ser visto como bello, que ella ya no tiene “las cosas en su sitio” (por referirse a las tetas y al culo) y, por qué no, que ella, soltera y sin hijxs, ya no tenía ningún valor ni como mujer ni como persona. Era como aquella mosca que muere ahogada en un cóctel casi al inicio de la trama: una reminiscencia acaso kafkiana que nos recuerda la facilidad con la cual podemos amanecer convertidos, súbitamente, en un insecto indeseable.
Todo esto, por supuesto, parte de lo que vociferan los directivos del canal de televisión donde trabaja la protagonista, todos ellos hombres, todos blancos, todos siempre consumiendo comida o cigarrillos sin que nadie les exija un mínimo de control. Control es, más bien, lo que se les pide a las mujeres: “las mujeres bonitas deben siempre sonreír”, ya nos dice uno de esos varones del alto mando. No importan en él las canas y el cuello flácido, no importan ni la edad ni los modales. Para los hombres como él el tiempo pareciese transcurrir distinto que para Elisabeth. Para ella, el reloj avanza de una forma letal; para ella, el tiempo no es lo que un cronómetro “objetivamente” marca.
Así, pese a seguir siendo hermosa, como uno de sus antiguos compañeros de colegio le afirmase, se ve impelida a buscar una “mejor versión de sí misma”. Su personalidad termina rota entre esta “otra yo”, llamada Sue, y el “yo” que es ella. Por mucho que la aséptica voz en el teléfono enfatice que ambas son siempre una sola persona, la fragmentación que vive(n) la(s) protagonista(s) no se hace esperar, hasta haber una doble alienación: ya no solo tenemos un “yo” nuevo y un “yo” inicial, sino que termina borrándose la línea entre ambas. Perderá sentido preguntarnos cuál de ellas es realmente “la” mujer del relato y, por ende, se vuelve también absurdo buscar distinguir entre una naturaleza original y una enajenada.
Mencioné la importancia del punto de enunciación y es hora de hacer uso de él. No es casual que Elisabeth se enterase del declive de su carrera al entrar furtivamente en el baño de hombres, es decir, al trasgredir la regla que marca la pauta de lo que es ser mujer. No es tampoco casual que Sue comience a despedazarse en el baño de mujeres, que es donde la pauta de feminidad se remarca. Acaso mi sensibilidad queer me haya permitido percibir esto y privilegiarlo sobre otros detalles. Por esa razón, me pregunto cómo habrán vivido la experiencia cinematográfica las demás personas de la sala. Trato de pensar cómo se sintieron los hombres heterosexuales o bisexuales al ser confrontados con escenas altamente eróticas (¿se habrán excitado? ¿Habrán notado, pese a su excitación, que las escenas escondían ironía y ridiculización?). Intento también hacerme una idea de cómo las mujeres, fuesen cis o fuesen trans, habrían sentido que la cinta les impactaba, cuánto les habrá dolido reconocerse en ciertos momentos y cuánto ello las habrá removido.
En medio de todo esto, puedo, no obstante, sospechar que la mayoría de nosotrxs, de alguna manera, nos hemos sentido como aquel “freak” de las escenas finales, desfiguradxs por lo que la sociedad esperaba de nosotrxs y con una máscara puesta. Podríamos también aventurarnos a reflexionar acerca de la importancia que esta obra habría de tener en un país como el nuestro, en donde sobre sexualidad se cuestiona tan poco y se impone tanto. Foucault planteaba que, aunque el pudor pudiese engañarnos, en realidad han proliferado los discursos en torno al sexo, el cuerpo y los placeres: la medicina, la psiquiatría, la religión, la psicología… ¿A quiénes les damos, pues, la palabra cuando se trata de abordar estos temas? ¿Cómo hablamos nosotrxs mismxs sobre sexo, sobre vejez y sobre enfermedad? ¿Qué dicen nuestras palabras y, más aún, qué es lo que gritan nuestros silencios?
BIBLIOGRAFÍA
Preciado, P. (2023). Dysphoria mundi. El sonido del mundo derrumbándose. 4° edición. Barcelona: Anagrama.
Sáez, J. (2007). El contexto sociopolítico de surgimiento de la teoría queer. De la crisis del sida a Foucault. En: Córdoba, D. et al. (eds.). Teoría queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas. (pp. 67-76). 2° edición. Barcelona: Egales.