Adán Jr. Cassia Córdova
Coordinador del Consejo Editorial de la Revista Heterodoxia
Introducción
El ex dictador Alberto Fujimori falleció el 11 de septiembre, un día cargado de simbolismo que intensifica aún más el peso de su legado. Su historia quedará inevitablemente marcada por la impunidad que lo protegió y el profundo sistema de corrupción que instauró hasta hoy, permitiéndole eludir las consecuencias de las graves violaciones que cometió tanto durante como después de su régimen autoritario (1990-2000).
Fue condenado en noviembre de 2007 a seis años de prisión por usurpación de funciones tras supervisar en persona el allanamiento ilegal de la casa de Trinidad Becerra, exesposa de Vladimiro Montesinos, en un intento de encubrir un escándalo de corrupción que marcó el comienzo del fin de su régimen. En 2009, Fujimori recibió una condena histórica de 25 años por crímenes de lesa humanidad, que incluía homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado, relacionados con las masacres de Barrios Altos (1991) y La Cantuta (1992), así como los secuestros del periodista Gustavo Gorriti y el empresario Samuel Dyer Ampudia. A esta condena se sumaron otras por corrupción, como el pago ilegal de 15 millones de dólares a Montesinos, espionaje telefónico contra políticos, empresarios y periodistas, compra de medios de comunicación, sobornos a congresistas, desvío de fondos públicos y el desvío de 122 millones de soles de los fondos de las Fuerzas Armadas y del Servicio de Inteligencia Nacional, en el que recibió una condena adicional de ocho años de prisión en 2015[1]. La masacre de Pativilca de 1992, donde campesinos fueron asesinados por un escuadrón de la muerte vinculado al Grupo Colina y el caso de las esterilizaciones forzadas a más de 200 mil mujeres en los Andes, son otros ejemplos del brutal legado de Fujimori, quien, a pesar de su fallecimiento, deja una huella de impunidad que ha marcado al país.
La impunidad generalizada, representada por su fuga del país en el 2000 y su posterior regreso forzado por las autoridades de Chile, refleja un diagnóstico político mediocre: la persistencia de un sistema político que protege a los corruptos y evita la justicia efectiva, y que incluso los premia. A lo largo de los años, la falta de accountability[2][3] ha fomentado un entorno en el que la corrupción y la mediocre gestión, perpetúan y socavan la institucionalidad o la frágil democracia que nos quedaba, pues ahora nos enfrentamos ante un escenario político igualmente complejo, caracterizado por lo que se ha definido como Dictadura Parlamentaria[4]. Este término alude al grupo de congresistas y funcionarios que, en lugar de servir al interés público, se han unido para mantener y expandir su poder mediante prácticas corruptas y manipulaciones legislativas a nivel nacional, logrando consolidar una red de corrupción, o en términos más precisos, una mafia, capaz de implementar medidas que socavan el Estado de Derecho y degradan la institucionalidad del país.
La existencia de esta mafia parlamentaria refleja un legado del mismo sistema corrupto y autoritario instaurado por Fujimori, perpetuando la impunidad y el mal gobierno que su régimen cimentó. En el presente artículo, nos proponemos reflexionar, lo que es, a nuestro parecer, los dos legados que deja Fujimori: un legado de rabia, alimentado por el sufrimiento y la injusticia que su régimen provocó, y un legado de impunidad, manifestado en la persistencia de un sistema que protege a los corruptos y evita una verdadera rendición de cuentas.
Murió el Perro, pero sigue la rabia
Nuestra historia reciente ha estado marcada por una profunda violencia, polarización y autoritarismo, personificados en dos figuras cruciales: Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso, y Alberto Fujimori, el dictador que, bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, instauró un régimen de represión y violaciones a los derechos humanos. Murió el mismo día en que murió Abimael Guzmán tres años antes. Esta coincidencia en la fecha de sus muertes es un evento cargado de simbolismo que obliga a todo peruano a reflexionar sobre el pasado y las heridas aún abiertas que dejó esta era de terror y represión.
Ambos personajes representan los extremos de un periodo sombrío en la historia peruana. Guzmán, con su ideología radical “pensamiento Gonzalo”[5], encabezó un movimiento insurreccional que buscaba tomar el poder mediante la violencia, sumiendo a Perú en una de las etapas más sangrientas de su historia. Sendero Luminoso, bajo su mando, no solo atacó a las fuerzas del Estado, sino que también perpetró masacres contra comunidades campesinas y movimientos sociales que se le opusieron, incluyendo aquellos que resistieron en armas. Estos movimientos sociales, formados principalmente por comunidades campesinas organizadas (rondas campesinas)[6], jugaron un papel activo en la resistencia tanto al terror impuesto por Sendero como a la violencia ejercida por el Estado. La respuesta a este conflicto fue, gestionada, en parte, por Fujimori, quien implementó un régimen autoritario que, en lugar de abordar las causas profundas del conflicto, optó por métodos represivos y violaciones sistemáticas de derechos humanos, que erosionaron las bases democráticas y consolidaron un sistema de impunidad.
Pero, ¿Qué significa esta curiosa coincidencia?
Antes de responder directamente, quiero mencionar que en el contexto de Chile[7], tras la muerte del ex dictador Augusto Pinochet, la frase «Murió el perro, pero sigue la rabia» reflejaba la idea de que, aunque el dictador haya muerto, los problemas y legados negativos de su régimen persisten. Aquí, «el perro» representa a Pinochet, y «la rabia» simboliza las consecuencias de su dictadura, como la represión, las violaciones a los derechos humanos, las heridas sociales y políticas, y las estructuras autoritarias que aún influyen en la sociedad chilena.
Este dicho se usó para destacar que la muerte de Pinochet no significaba automáticamente el fin de los problemas que su régimen dejó. A pesar de su desaparición física, las secuelas de su gobierno, como la impunidad de algunos responsables de crímenes, las divisiones políticas, y ciertos elementos del modelo económico neoliberal implantado durante su dictadura, continuaban afectando a Chile. Por tanto, la «rabia» —es decir, la lucha por la justicia, la memoria y las reformas profundas— seguía viva.
Por otro lado, la frase “Muerto el perro, muerta la rabia” ilustra bien la lógica represiva de los regímenes autoritarios que creen que, eliminando a la figura de un líder, se erradica la amenaza que representa. Sin embargo, la experiencia peruana demuestra lo contrario. Cuando Abimael Guzmán murió en 2021, ya había sido neutralizado y condenado a cadena perpetua, pero la «rabia» —la memoria del terror, las víctimas y las secuelas sociales— persistía. La muerte de Fujimori en la misma fecha que Guzmán no pasa desapercibida. La coincidencia invoca a un momento de reflexión colectiva sobre la historia reciente del país y cómo ambos extremos del espectro —el terrorismo y el autoritarismo— han dejado un legado de dolor y división.
Esta coincidencia en la muerte de ambos personajes resalta la dualidad del sufrimiento peruano. Guzmán y Fujimori representan dos caras de la misma moneda: la violencia política y la violación de los derechos humanos. Sus legados son recordatorios de cómo el extremismo, tanto insurgente como estatal, puede devastar una nación. El “fin” simultáneo de estas figuras puede interpretarse como un cierre simbólico de una era, pero también, y creo que es lo más destacable, como un llamado a enfrentar las heridas no resueltas. Es un recordatorio de que, a pesar de la desaparición física de los actores, la «rabia» sigue presente en las demandas de justicia, en las divisiones políticas y en las estructuras de poder que aún no han sido transformadas.
Hoy el viraje no ha cambiado tanto, pues el país sigue sumido en un estado de dictadura encubierta, herederos del poder configurado en los 90s, en complicidad con un gobierno manipulado, se ha perpetuado un sistema de corrupción y abuso que debilita las instituciones democráticas y perpetúa el descontento social, manifestado en las protestas que fueron reprimidas, donde se cobraron la vida de más de 50 personas en cifras generales durante el 2022 y 2023.
La situación actual refleja que, a pesar del cambio de liderazgo, la «rabia» del pasado persiste en nuevas formas. Por un lado, existe un resentimiento confundido e instrumentalizado por los discursos de grupos de derecha, quienes, apoyados en medios de comunicación comprados y medios digitales serviles al gobierno, han logrado consolidar una crisis de representatividad profunda. Estos grupos no solo tergiversan la realidad, sino que también criminalizan la protesta y construyen narrativas de odio que polarizan a la sociedad. Se alimentan de la desinformación y el miedo, presentándose como defensores de un orden social que, en verdad, sólo busca perpetuar los privilegios de unos pocos y mantener un sistema económico excluyente. Esta maquinaria propagandística se aprovecha de la frustración popular, canalizando el descontento hacia enemigos fabricados, como el “comunismo” o la «inestabilidad,» mientras encubren la verdadera raíz de los problemas: la corrupción sistémica, la impunidad y el saqueo de recursos públicos.
Por otro lado, surge una rabia justificada que se arraiga en la memoria histórica y colectiva de un pueblo que ha sufrido las consecuencias de décadas de opresión, violencia estatal y despojo. Esta rabia es un grito de justicia que no puede ser silenciado ni olvidado. Es la indignación de quienes recuerdan las masacres de Barrios Altos, La Cantuta, y Pativilca; de las miles de mujeres esterilizadas a la fuerza; de los desaparecidos, los torturados, y los que lucharon contra un régimen que se ensañó con el pueblo en nombre de un supuesto «orden». Esta rabia no solo se mantiene viva por la falta de justicia real, sino porque el mismo sistema que permitió estos crímenes sigue operando, ahora con nuevos actores que reproducen las mismas dinámicas de represión y explotación. Las recientes movilizaciones sociales, brutalmente reprimidas por el régimen de Boluarte, demuestran que la herida sigue abierta y que la «rabia» no es un vestigio del pasado, sino una respuesta legítima a la violencia estructural que sigue desangrando al país.
La muerte de Guzmán y Fujimori en la misma fecha puede servir como un catalizador para un necesario replanteamiento en Perú sobre cómo superar las divisiones del pasado y construir un futuro más inclusivo y democrático. Este simbolismo puede ser un impulso para que la sociedad peruana se centre en la reconciliación nacional, en el reconocimiento de todas las víctimas, tanto del terrorismo como de la represión estatal, y en la búsqueda de una justicia que no se incline hacia un lado del espectro político.
¿Cierre de un Capítulo?: Reflexiones en torno al Legado de Fujimori
Aunque pueda parecer evidente, es crucial sintetizar la profundidad de su impacto: la muerte del ex dictador no representa el cierre completo de una era ni una transición democrática perfecta. Su legado persiste, en gran parte, a través de la Constitución de 1993 que instauró. La renuncia por fax[8] desde Japón en 2000, seguida de la vacancia de 2017 bajo el gobierno de PPK, solo marcó un breve paréntesis en el período democrático que los peruanos hemos experimentado. Posteriormente, el país regresó a un estado de autoritarismo y corrupción sistémico, que nunca se extinguió por completo. Una de las características más destacadas del legado de Fujimori es la manipulación de la verdad, utilizando la mentira como herramienta para consolidar su poder y ocultar las realidades de su gobierno.
El régimen de Fujimori se caracterizó por una compleja red de verdades manipuladas y mentiras sistemáticas que distorsionaron la realidad para consolidar su poder. Fujimori utilizó la manipulación de la información y la censura para presentar una imagen de eficacia y estabilidad, mientras ocultaba las graves violaciones de derechos humanos y la corrupción rampante en su administración. La verdad oficial era cuidadosamente construida y controlada, mientras que las mentiras y las omisiones se usaban para suprimir la disidencia y desviar la atención de las prácticas corruptas. Esta dinámica no solo deformó la percepción pública, sino que también dejó una profunda herida en la confianza en las instituciones y en la transparencia del gobierno, demostrando cómo el poder puede corromper la verdad y perpetuar el autoritarismo.
Por otro lado, aunque el régimen de 1993 se caracterizaba por una combinación de neoliberalismo y autoritarismo extremo, el gobierno actual de Boluarte (régimen consolidado en el 2023) no solo mantiene y exacerba estas características, sino que se acentúan por un carácter ultraderechista y una instrumentalización de las narrativas o los discursos a través del “terruqueo” más pronunciado, evidente en las constantes y escandalosas intervenciones de los congresistas y funcionarios públicos que ante cualquier crítica a su gobierno parlamentario reaccionan con señalarlos de terroristas. Asimismo, en menos de cuatro meses, Dina Boluarte ha logrado normalizar prácticas represivas y la manifestación de la barbarie más cruda, consolidando un estilo de gobernanza autoritario que ha socavado nuestras instituciones democráticas y promovido una aceptación alarmante de medidas represivas que se manifiestan en las diferentes reformas que promocionan la criminalización de la protesta. Esta continuidad y ampliación del modelo de 1993 subraya la persistencia de un sistema que prioriza el control y la represión, sobre la justicia y la democracia.
La herencia de instrumentalización política que Alberto Fujimori dejó a sus hijos es más evidente que nunca, especialmente en las acciones de su hija Keiko Fujimori. El 15 de julio de este año, Keiko anunció la candidatura de su padre para las elecciones presidenciales de 2026, luego de que este fuera indultado en diciembre del año pasado[9]. Sin embargo, el uso estratégico de la figura de Fujimori va mucho más allá de este anuncio reciente. Tras el indulto y su liberación, Fujimori publicó un video alegando tener cáncer maligno en la lengua[10]. Muchos pusieron en duda la veracidad de esta afirmación, considerándola otra táctica política, ya que en varias ocasiones anteriores había utilizado su salud como herramienta para generar simpatía o presión política. Una semana después, el 26 de junio, Fujimori sufrió una caída que le fracturó la cadera[11], lo que, sumado al supuesto tratamiento contra el cáncer, parecía limitar seriamente sus posibilidades de actividad política. A pesar de ello, Keiko Fujimori no dudó en presentarlo como candidato oficial del fujimorismo, lo que invita a una reflexión profunda: ¿hasta dónde llega el apetito de poder para exponer a un padre anciano y enfermo a una candidatura presidencial? A mi parecer, este escenario revela una grave instrumentalización, casi inhumana, sin límites, que caracteriza al fujimorismo, utilizando incluso a su fundador como un peón más en su ambición por el poder.
Finalmente, quiero enfatizar la fragilidad de los defensores del fujimorismo, cuyo legado parece destinado a desvanecerse. Para mí, el fujimorismo ha fracasado repetidamente en los últimos 14 años, aprovechándose de las crisis que ellos mismos provocaron tras las derrotas de la “señora K”[12]. En lugar de aprender de estos errores, recurrieron a las mismas prácticas corruptas y negociaciones clandestinas, como se evidenció en los escándalos del CNM, los Cuellos Blancos del Puerto, Lava Jato, y el caso Cócteles. Este historial de corrupción parece interminable, especialmente si consideramos también a los hermanos Fujimori, dos de los cuales están prófugos. La única causa que los unificó con fuerza fue el intento de liberar a su padre, un esfuerzo que ahora parece haber llegado a su fin. Por todo esto, no me sorprendería que se mantenga por un tiempo que se trate de instaurar una narrativa defendiendo a la familia Fujimori, pues su defensa se basa en una narrativa de «mano dura» contra el terrorismo y la estabilidad económica durante los años 90, pero pasa por alto intencionalmente y selectivamente las graves violaciones de derechos humanos, la corrupción sistemática y el debilitamiento de las instituciones democráticas que caracterizaron a su régimen. Los fujimoristas a menudo ignoran o justifican el legado de impunidad que dejó su gobierno, perpetuando un discurso que criminaliza la protesta social, minimiza la importancia de la justicia y la memoria histórica, y se alinea con intereses neoliberales que buscan mantener un modelo económico excluyente.
Además, los defensores del fujimorismo, especialmente aquellos que promueven la figura de Keiko Fujimori, tienden a utilizar tácticas populistas y demagógicas para desviar la atención de los problemas estructurales del país, como la desigualdad, la corrupción endémica y la falta de justicia social. ¡Si hasta nos han reformado la Constitución a una completamente nueva!
En conclusión, la muerte de Alberto Fujimori, coincidiendo con la de Abimael Guzmán, es un recordatorio visceral de que el legado de terror, corrupción y represión sigue impregnando cada rincón del Perú. Esta coincidencia no es tal vez el cierre simbólico de una era solamente, sino un grito desesperado desde las entrañas de la historia para que el pueblo peruano despierte y reconozca que la «rabia» no ha muerto, porque las estructuras de poder que alimentaron ambos regímenes siguen intactas, defendidas por élites que hoy, más que nunca, consolidan una dictadura parlamentaria que despoja al pueblo de su soberanía y perpetúa la injusticia.
El legado de Fujimori no solo se manifiesta en la corrupción y la impunidad que aún persisten, sino en una maquinaria política que busca manipular el dolor y la memoria histórica para justificar su permanencia en el poder. Defender su figura con argumentos de «mano dura» y estabilidad económica es no sólo ignorar, sino también banalizar, las violaciones de derechos humanos y la explotación neoliberal que marcaron su régimen. El pueblo debe rechazar la narrativa de los poderosos que criminalizan la protesta social y, en su lugar, recuperar la dignidad de una nación que se merece algo más que ser gobernada por mafias políticas y élites corruptas. El verdadero cierre de esta etapa histórica no vendrá con la muerte de figuras autoritarias, sino con la construcción de un Perú en el que la justicia social, la memoria histórica, y los derechos y dignidad de todos los pueblos sean la única ley.
Referencias:
[1] Ver: https://www.infobae.com/peru/2024/09/11/alberto-fujimori-los-juicios-pendientes-condenas-y-la-millonaria-reparacion-civil-que-debe-el-expresidente
[2] McConnell, M. W. (2007). Accountability and governance. Routledge.
[3] McConnell describe la «accountability» como la obligación de las instituciones y funcionarios públicos de ser responsables ante los ciudadanos, sus representantes y la ley, materializándose en mecanismos legales, administrativos y políticos, también conocido como la “rendición de cuentas”.
[4] Ver: https://propuestapais.pe/noticia/la-dictadura-parlamentaria-perfecta/
[5] Secretaría Nacional de la juventud (2012). El «Pensamiento Gonzalo»: la violencia hecha dogma político. (pág. 3 – 16). Recuperado de: https://juventud.gob.pe/wp-content/uploads/2017/12/El-Pensamiento-Gonzalo-la-violencia-hecha-dogma-pol%C3%ADtico.pdf
[6] Yrigoyen, R. (2002) Hacia un reconocimiento pleno de las rondas campesinas y el pluralismo legal. Revista Alpanchis: Justicia Comunitaria en los Andes. No 59-60 Edición Especial, Vol. 1 (2002) Sicuani, Cusco: Instituto de Pastoral Andina (pp.31-81)
[7] Iglesias, G. & Amorín, C. (2006) El Perro ha muerto, pero aún no se acabó la rabia. Recuperado de: https://www6.rel-uita.org/internacional/muerte-pinochet.htm
[8] Ver: https://elcomercio.pe/especiales/alberto-fujimori-renuncia-fax-15-anos/
[9] Ver: https://www.youtube.com/watch?v=rYfj_CjdQos
[10] Ver: https://www.youtube.com/watch?v=qhHbN58yToQ
[11] ver: https://www.infobae.com/peru/2024/06/26/fractura-de-cadera-y-las-consecuencias-que-traera-a-alberto-fujimori-en-su-salud-y-movilidad/
[12] Ver: https://www.idl-reporteros.pe/la-senora-k-es-keiko-fujimori/