Hans Enrique Cuadros Sánchez
Abogado y magíster en Antropología. Especialista en Historia del Derecho y Antropología Jurídica.
“En cuanto a las otras cosas no tocantes a la guerra, los que tenían el gobierno obraban cada cual según su ambición con gran perjuicio de la república y de ellos mismos, porque sus empresas eran tales que cuando salían bien, redundaban en honra y provecho de los particulares antes que del común; y si salían mal, el daño y pérdida era para la república.”
Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Libro II; X: Virtudes y loables costumbres de Pericles
Con esta cita, Tucídides contrasta la labor de los políticos atenienses con la de Pericles, uno de los más destacados personajes que tuvo Atenas durante la guerra con Esparta (Lacedemonia). Tucídides destaca en él su carisma político y rectitud ejemplar para sostener un régimen democrático -con las particularidades que éste implicó en el mundo helénico- en un contexto de incertidumbre bélica y cruenta pandemia que asoló no sólo a la polis, a su familia, sino también a su propia vida. Con el deceso de Pericles, narra Tucídides, sería inevitable la debacle política, social y cultural de la polis más famosa de la antigüedad, y germen de la civilización occidental, a causa de políticos que lo sucedieron con más ansias de poder, fama y riqueza que criterio y capacidad para el buen gobierno.
El Perú actual, republicano de nombre, no es la Atenas de la época de Pericles, considerada también como la del “Siglo de Oro”. Mucho menos nuestro país recuerda en su historia reciente a un político destacado que se sirva como ejemplo de buen gobierno. Es más, tampoco nos encontramos en un conflicto armado con una potencia militar como lo fue Esparta. Sólo nos asemejamos con la antigua Atenas en que sufrimos una terrible pandemia y que tenemos una clase política bastante mediocre. La buena noticia es que la pandemia ya pasó; la mala es que estos políticos se han multiplicado como si de un virus se tratase. Mientras tanto nuestro país, como un cuerpo leproso observa a su piel deteriorándose, sus músculos atrofiarse y su sistema nervioso colapsar, sin una posible y futura cura que lo salve de su peor amenaza: las bancadas del Congreso de la República, hoy por hoy, enemigo de la institucionalidad del país.
A estas alturas, afirmar que vivimos en democracia es tan irrisoria como la creencia que nuestra selección podrá clasificar directamente al siguiente campeonato mundial de fútbol. Quien señale lo anterior miente o tiene un interés personal en mantener la ilusión ciudadana y, probablemente también, sus negocios o ingresos asalariados. Seamos sinceros, la sociedad peruana actual concibe con normalidad un país sin democracia, pero no un país sin plata. Resulta obvio: ¿Quién quisiera ser pobre en el Perú? Nadie. Quien en este país señale que el pobre es “pobre porque quiere”, es alguien “falto de inteligencia”, inteligencia que no es otra cosa que la carencia de “capacidad de entender o comprender” las relaciones de poder que hay detrás de las estructuras socio-económicas del país, la desigualdad de oportunidades, y la diversidad cultural que existe. ¿Sería posible que usted prefiera atenderse en un hospital público antes que en una clínica privada si no tendría problema en pagar este último? ¿Es concebible que alguien renuncie a la oportunidad de tener privilegios por la simple y sencilla razón de que lo hace porque “quiere”? Quien no puede comprender que la pobreza en el Perú implicaría la situación de no poder ejercer ciertos derechos y mucho menos disfrutar de privilegios, ya sabe lo que es. ¿Usted renunciaría a la posibilidad de tener poder y dinero? Pregúntenle a los congresistas.
Seré puntual: la democracia es un régimen donde teóricamente todos los miembros de la comunidad política participan del gobierno de la misma. Este tipo de gobierno no solamente implica el voto para elegir y la posibilidad de ser elegido, sino también y, no puede ser de otra manera, la necesidad de que los elegidos representen la voluntad popular. Es decir, los políticos electos tienen un mandato al cual no deberían rehusar y mucho menos traicionar. Lamentablemente, en la realidad, nuestra “democracia representativa” no tiene los mecanismos para sancionar a los políticos que no cumplen con el mandato popular que nosotros les hemos conferido. En la época virreinal los “juicios de residencia” eran mecanismos para evaluar el desempeño en el mandato que el Rey confería a sus funcionarios, cuya promoción o sanción a su carrera dependía del resultado de este procedimiento.
En la actualidad, un país que se precie de ser democrático establece mecanismos para que en caso existan mayorías ideológicas que dirijan la política de gobierno y tengan, con sus votos, la posibilidad de legislar, no lo hagan arbitrariamente o en desmedro de las minorías no presentes en los espacios institucionales, como el Ejecutivo o el Parlamento. Uno de esos mecanismos y, de hecho, el más importante normativamente es la Constitución: documento fundamental para los Estados Nación modernos. Sí. Estados-Nación que, a pesar de que puedan denominarse “plurinacionales”, responden al modelo republicano post-revolución francesa: No hay un monarca, ni poder absoluto, hay equilibrio entre los poderes que lo conforman, e instituciones que ayudan a garantizar un balance entre éstos, pero etiquetados bajo la ficción de “ser un solo país”. En las últimas décadas, sobretodo luego de las guerras mundiales del siglo XX y el establecimiento de sistemas de protección de derechos humanos de pretensión universalista, las Constituciones dejaron de ser esencialmente documentos de pacto político, y pasaron a ser notoriamente instrumentos jurídicos que garantizan los hoy conocidos como derechos fundamentales de las persona. La democracia representativa funciona si todos los miembros de la comunidad política se sienten representados, al menos en la teoría, y estos derechos garantizados para todos.
Lamentablemente desde la década de 1990 muchas constituciones, esencialmente latinoamericanas, han servido como instrumentos para perpetuar regímenes políticos de tendencia autoritaria imponiendo las reglas de juego sobre el cual los ciudadanos parecemos estar condenados a padecer. Las teorías y academicismos eurocéntricos poco influyen en contrarrestar estas pretensiones que, por el contrario, se consolidan en sociedades tan desiguales y contradictorias como las nuestras. La teoría constitucional que un estudiante de derecho puede aprender en sus aulas parece un sueño errante ante una realidad que termina siendo terriblemente apabullante cuando deja la universidad. Si de por sí, ver materializado lo que se declara constitucionalmente es ya una lucha constante en los juzgados y entidades públicas (por los intereses de nuestros clientes, mayormente) resulta mucho menos alentador esto en el espacio público, sí, en la misma calle.
Resulta indiscutible que la institucionalidad del país nunca fue la mejor, pero lo que estábamos construyendo luego de la derrota del terrorismo y la caída del fujimorismo era alentador. Perú: el país del milagro económico sudamericano se mantenía como un ejemplo de disciplina monetaria y estabilidad financiera. El modelo económico funcionaba y, en efecto, gran parte de aquello se lo debemos a la iniciativa privada (esencialmente informal), la demanda internacional, el capítulo económico de la Constitución y las instituciones constitucionalmente autónomas que sortearon todas las tropelías de nuestros gobernantes desde el 2001. No obstante, en los últimos años, y sobre todo en la última campaña electoral un eslogan asonó con fuerza en gran parte de la ciudadanía: “Asamblea Constituyente y Nueva Constitución”. El real problema es que dudo mucho que siquiera un número considerable de quienes abrazaron este eslogan la hayan leído, y tampoco creo que quienes se oponían férreamente a ello lo hayan hecho. Peor aún, al parecer el objetivo de esta “discusión” no era uno de debate y reforma de la estructura del Estado y su organización, sino solamente sobre si correspondía o no cambiar de modelo económico. De hecho, ello se notó en los diversos “debates electorales” entre los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta y sus equipos. No existía coherencia argumentativa, mucho menos una visión de país, ni conocimiento del Estado y su maquinaria burocrática. ¿Habrían leído siquiera la Constitución?
En realidad no fue necesaria una Asamblea Constituyente (no prevista constitucionalmente tampoco) para cambiar la Constitución, pues el Congreso, bajo los mecanismos constitucionales establecidos en su propio texto de 1993, y con la sola fuerza de los votos de la mayoría parlamentaria logró cambiarla (no sólo modificar “unos artículos”). En efecto, a partir del 20 de marzo de 2024, tenemos una nueva Constitución. Alguno me dirá “oye, pero se mantiene gran parte del texto primigenio de la Constitución de 1993”. Aquello es cierto, pero ninguna Constitución difiere abismalmente del texto de su antecesora. Resultaría un imposible jurídico que se redacte una nueva Constitución de la nada, como si un conjunto de mentes iluminadas puedan crean un pacto social totalmente nuevo para reconfigurar una sociedad. Lo que debe analizarse es si el espíritu, esencia o matriz orgánica del texto constitucional es diferente de su antecesora para hablar de una nueva Constitución. La Asamblea Constituyente sólo es una realidad ritual para recrear la apariencia de un pacto social donde todos los miembros legitimados participan en la fundación de su comunidad política. Desde la Constitución Política de 1823 hasta la actual, siempre se ha redactado a partir del texto de su antecesora y siempre ha buscado diferenciarse en un aspecto medular, esencialmente en la forma orgánica del Estado, la tendencia política o ideológica imperante, en algunos casos como un péndulo de visiones opuestas. Una muestra de este devenir la podemos encontrar entre la Constitución liberal de Huancayo de 1856, la Constitución conservadora de 1860 y la Constitución moderada de 1867.
Lamentablemente, los congresistas no sólo cambiaron la Constitución; sino que se impusieron a sí mismos como el “primer poder del Estado”. Muchas veces afirmándolo públicamente con total descaro y/o desconocimiento de que el equilibrio y la división de poderes es un aspecto medular de un texto constitucional. La Constitución no es documento donde se puede redactar lo que se viene al gusto de “los constituyentes” sino un texto jurídico-político que históricamente es contrario a la arbitrariedad y la concentración del poder. Por ello, las Constituciones son un elemento esencial para poder considerar la existencia de un Estado de Derecho. Posicionar a un poder sobre otro, carecer de mecanismos de control y fiscalización, más aún si estos amenazan o vulneran los derechos fundamentales, es una grave desnaturalización del texto constitucional y a su mandato legislativo. Ellos no son constituyentes.
En los últimos días, el Congreso ha rebasado todos los límites de su soberbia. Para muestra tres botones: (i) ha vaciado de contenido a los allanamientos a potenciales delincuentes, éstos pierden su eficacia como mecanismo para la obtención de pruebas delictivas por el riesgo que esto implica tener que “esperar” la presencia de un abogado; (ii) ha aprobado una ley que promueve la impunidad en delitos catalogados de “lesa humanidad”, los más graves por la crudeza de su ejecución, si estos hubieran ocurrido antes del 2002 es decir en los años del terrorismo y el conflicto armado interno; y, finalmente, (iii) ha rechazado la acusación constitucional presentado por la Fiscalía de Nación contra Dina Boluarte por la potencial responsabilidad que tendría en los asesinatos de 50 peruanos en las protestas contra su asunción en el cargo de Presidenta de la República. Este último, a pesar de que Amnistía Internacional haya presentado un documento que postularía la autoría mediata de estas masacres en su persona, como Jefa Suprema de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional y, como corresponde, cabeza de la cadena mando de las acciones de represión tomadas contra los manifestantes. Esto último, si se construye debidamente la teoría de caso, tendría que ser analizado en un proceso penal. Acontecimiento que se agrava por la etiqueta de “terrorismo” y “violentismo” que la justificó la represión contra una ciudadanía disconforme con el poder político y que, como consecuencia, se llevó la vida también de adolescentes, mujeres y señores que sólo vivían o pasaban por los lugares de los trágicos hechos. Lástima que en el Perú la vida de las personas que no viven en los distritos más exclusivos del país y sean de piel más oscura importen menos. En pocas palabras, el Congreso de la República: negó la Justicia a los deudos y promovió la impunidad para los responsables.
Mientras los congresistas juegan a ser constituyentes de facto, se olvidan de que la Constitución establece en su artículo 44 que son “deberes primordiales del Estado”: garantizar la plena vigencia de los derechos humanos, y promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación. ¿Acaso las decisiones que tomaron los congresistas no violan la Constitución? ¿No traicionan el mandato constitucional que sus electores les dieron? Más aún si estas decisiones ni siquiera son tomadas por el Pleno del Congreso, sino por su Comisión Permanente, cuyo número de integrantes no llega siquiera al 20% de la representación nacional. Peor aún cuando bordean una aprobación popular de 5% según las últimas encuestas. ¿No es esta una grave crisis de legitimidad del parlamento? Estos señores no deben olvidar que la potestad de administrar justicia emana del pueblo (art. 138 de la Constitución) y que es el Poder Judicial el principal encargado de concretarla. Por lo tanto, no pueden de ninguna manera arrogarse mayores poderes de los que ya tienen, gracias a un Ejecutivo servil que lo permite todo con tal de no ser expectorados. No pueden, además de todo lo que ya nos quitaron, quitarnos la justicia. Tengo esperanza de que los jueces hagan bien su labor y esto es porque no son elegidos por nosotros. Si es verdad que la justicia emana del pueblo: ¿Qué puede pasar si no hay justicia? ¿No hay acaso algún tipo de sanción para quien nos quite la justicia?
Para concluir, hoy nuestra Constitución (nos guste o no) ya no es la Constitución de 1993: ya que la ciudadanía no se identifica con “esta democracia” (que ya no es democracia); ya que se ha quebrado el equilibrio de poderes por un Congreso que abusó de su poder al constituir un “súper” senado; y ya que niega la justicia a quienes la reclaman. ¿El texto constitucional actual será suficiente para mantener a flote este país o nuestro destino será como la Atenas de Pericles? Si nuestra Constitución ya no puede garantizar la unidad nacional, la justicia, la protección de nuestros derechos fundamentales y el reconocimiento de las diversas identidades en un Estado de Derecho, no será acaso la oportunidad para que nuevas identidades surjan como actores políticos colectivos que cuestionen la república criolla fundada en el siglo XIX. Recordemos que la monarquía estaba consagrada por la voluntad divina del dios cristiano, hoy la república por la voluntad soberana del pueblo; pero en estos territorios, antes de ambos modelos de gobierno, el poder político dependía de la relación de los hombre con los dioses montaña, los runas y las huacas, hasta que sobre ellas se impuso una cruz. ¿Cuál será el siguiente proceso evolutivo de la sociedad peruana (si es que esta aun existiera y podría entenderse como una identidad colectiva real)? En una crisis, las oportunidades creativas se abren paso y en nuestro país donde existen identidades originarias con mayor acción política luego de estar silenciadas e invisibilizadas durante décadas por la República, podrían ser éstas las llamadas a plantear alternativas al poder hegemónico de la capital. Pues, hace varios años en las orillas del lago Titicaca oí un debate en aymara, del cual no entendí mucho lo que decían pero hacían referencia a varios artículos de la Constitución, con mayor pasión y ardor que la que oyemos comunmente en los “constitucionalistas de televisión”. Tal vez la esperanza esté en esas otras identidades, si es que “los ciudadanos” ya le perdimos la fe a la política. Lo sabremos muy pronto.
“La lucha es un bien, el más grande que le ha sido otorgado al hombre, pero siempre que la lucha no sea irremediablemente estéril o inútil, porque entonces ya no es lucha: es el Infierno.”
José María Arguedas: Lima, 1962