Por José María Arguedas.
El espectáculo más incomprensiblemente cruel que contemplé por primera vez, y en Lima, fue un gran desfile del ejercito peruano. En 1929, durante el gobierno de Leguía, en la plaza de armas y un 24 se septiembre.
Mientras una parte de la gente aplaudía y el resto parecía gozar viendo la marcha fuerte, rígida y bien ordenada de los soldados, la altivez de los oficiales que montaban, con la espada al hombro, caballos imponentes, y con las bandas de músicos que estremecían, de veras, el aire, yo, entonces de dieciocho años, tenía que hacer un esfuerzo supremo para contener las lagrimas o echarme a vociferar.
Ni un solo hombre de los que llamamos blancos, «blanquiñosos», no únicamente por el color de la piel sino por tantos otros detalles, desfiló en la tropa. La tropa, toda, soldado a soldado, eran indios o negros. Los oficiales lucían, todos, las actitudes de las gentes a las que llamamos «blancos» , «mistis», «wiraqochas», aunque el color de piel sea cobriza u oscura. Los indios y negros de la tropa cargaban fusiles con bayoneta, marchaban detrás de los cañones, tocaban los instrumentos. Y yo sabia, lo había visto, que esa gente era la que disparaba contra los indios que en el limite de la desesperación o de la rabia se sublevaban en «alzamientos» contra los terratenientes que consideraban a los indios algo menos que a los perros, y disparaba también contra los obreros en huelga en manifestaciones de protesta. La palabra «alzamiento», incorporada al quechua, equivale a muerte y sangre; está ligada a otra de idéntica o más tétrica resonancia: la palabra «escarmiento». Todo «alzamiento» concluía siempre en un «escarmiento», como casi toda huelga en prisiones y masacres.
¿Y si alguna vez…?
Esta experiencia y la mortal resonancia de la palabra «escarmiento» latían en todo mi cuerpo mientras veía desfilar tan armados, tan tiesos e impersonales, a estos indios y negros del ejercito que mataban, despojados de alma, a sus hermanos. Desde entonces hasta octubre de este año, todo desfile militar me causaba siempre el mismo atroz sufrimiento. Muchísimas veces, frente a esos desfiles, había pensado como quien ilusiona imposibles: «¿Y si alguna vez estos hombres lograran pensar y se decidieran a defender a sus hermanos en lugar de servir de instrumento invencible de los pocos monstruosos egoístas que mantiene al Perú en la ignorancia y la miseria para reinar sobre hambrientos y encadenados? Si alguna vez ocurriera eso, serían más invencibles, y el Perú alzaría el vuelo a la luz de la sabiduría, de la técnica, del trabajo creador y liberador y no envilecedor, envilecedor en tantas y tenebrosas formas y niveles». Pensaba entre lagrimas de horror y esperanza.
Al día siguiente de la revolución
El 4 de octubre, en Chimbote, salí temprano a la calle. Ningún cambio visible pude observar. Pero dos policías armados de metralletas pasaron por la avenida Pardo. Por primera vez los vi con cierta simpatía. Los seguí. Me interesó observar la expresión de la gente que, como yo, los miraba. Chimbote es una ciudad de negociantes y barriadas. Muchos pasaron frente a los guardias sin pensar en otra cosa que en sus preocupaciones, pero en muchos rostros observé la expresión que seguramente tenía el mío: una indefinible sensación de asombro, de alivio y expectativa, casi de alegría. Los policías regresaron a la plaza de armas. Yo seguí en dirección de la avenida Gálvez. Deseaba saber qué ocurría en el local del partido aprista. El secretario general de ese partido había llamado a la insurrección, a un «alzamiento». No había nadie frente al local cuyo enorme zaguán da a la modernizada avenida Pardo. Un solo guardia, uno solo, estaba parado junto a la puerta clausurada del gran partido. Pasó un hombre por el centro de la anchísima calzada. «¡Viva el Perú c.!», gritó. No estaba borracho. El local del monstruoso partido que se hizo representar por los presidentes de las dos Cámaras en el Acta de Talara; el partido elector y socio de Prado; el que torpedeó, en desembozada alianza con la oligarquía y el imperialismo, los primeros intentos de reforma de Belaúnde a quién después incorporaron también en la «gran» alianza, tenía su local clausurado por un solitario soldado, en una de «sus ciudades baluartes»: Chimbote, a poca distancia de Trujillo, la exmartir, la de los fusilamientos en masa. Los millares de militantes apristas debían estar a esa hora entre perplejos e indiferentes, o interiormente furibundos e impotentes.
El rostro y el fondo del Perú
¿Y después? ¿Quién que no fuera oligarca o servidor incondicional de oligarcas o empresas yanquis podía confiar desde el primer día en cualquier actor «revolucionario» del ejército? ¿Después de cuatrocientos años de «escarmientos»? <<El coronel Gonzales está quinteando a la gente en el cementerio>>, oí cantar en el barrio Qarmenqa de Huamanga, cuando yo tenía once años de edad.
Pero el ejército ha hecho en nueve meses mucho de cuanto los partidos de izquierda, los progresistas y la Iglesia católica renovada han reclamado desde los tiempos de González Prada y Mariátegui. Casi todo lo que el Apra ofreció para convertirse en un partidos de masas hasta que sus lideres se vendieron a la oligarquía y el imperialismo. Nos llegan noticias de que los insensatos artículos de la ley universitaria que dictó el ejercito instituido en gobierno van a ser rectificados; sabemos que el ejército le ha contestado a la Sociedad Nacional Agraria que no tenía por qué consultar a esa organización de terratenientes para redactar una ley de reforma agraria y que la ley afecta a todos los grandes latifundistas del país; la juventud de América aplaude la decisión de tratar al gobierno de los Estados Unidos como a igual y no como un amo capaz de hacer «escarmientos». Escuché una entrevista grabada al general Velasco por varios periodistas extranjeros, al final tuve la misma impresión, más clarificada, que la de aquella mañana del 4 de octubre en Chimbote. No, Velasco no parecía un demagogo militar turbio, vacilante pero imperioso. Daba la impresión de un jefe que, de veras, se hubiera dedicado no solamente a disciplinar su tropa de indios y zambos sino a oír sus historias personales: ¡Sí, allí está el rostro y el fondo del Perú, como poder, como promesa y como resultado de la opresión esclavizadora!
El gran vuelo
General: lo estamos esperando; lo estamos escuchando; estamos siguiendo sus pasos con ansiedad y esperanza. Si usted y los oficiales del ejercito no temen ni menosprecian a la juventud, si no temen ni desprecian al pueblo como en su verdadero «cielo interno» les temían y despreciaban Belaúnde y Haya, usted, el ejército, pueden haber lanzado el Perú al gran vuelo; acaso podamos ver esa flecha lanzada al infinito antes de morir. Puede usted confiar en los indios (y no le tenga prevención a esta palabra, se le puede reivindicar aún). Yo las oí gritar, cuando era niño, en las plazas de las comunidades de Lucanas, durante las fiestas: «¡Que viva Papacha Ramón Castilla, carajo!», casi cien años después de la muerte del Mariscal que los liberó del tributo que seguían pagando al rey.
Se ve que tiene usted coraje y prudencia y parece que está resulto a guiar al Perú por el camino que suponíamos que estaba cerrado por el ejército; el que conduce a la liberación, al dominio de la técnica, de la sabiduría indiscriminada, el trabajo creador al alcance de todos… Es difícil desandar ese camino por poco que se haya avanzado estremeciendo a un gran pueblo con la esperanza; tan difícil, o más, como romper las puertas que la cerraban. La juventud y el pueblo lo impulsarán de modo invencible si usted se acerca cada vez más a ellos. En cambio, si por algún error de usted y de los oficiales del ejército, se apartan de la juventud y del pueblo y los convirtieran en enemigos suyos, entonces se desencadenaría para la patria el más grande de los «escarmientos», que no sólo comprometería al Perú sino a otras naciones que ahora se sienten alentadas por el ejemplo del ejército peruano. Y, entonces, no sería imposible que, por primera vez, el pueblo liberara ese término «escarmiento» de la resonancia tétrica que tiene y lo convirtiera en otro término más definitivo y triunfal.
(Santiago de Chile, 6 de julio).
*Publicado originalmente en la revista Oiga, Lima 5 de diciembre 1969.